EL PLAN
La mañana que descubrí que ya no
quería volver a despertarme en brazos de la soledad, decidí descargarme esa
nueva aplicación de la que hablaban todos en la oficina, en la que ligar dejaba
de ser un imposible solo a la altura de los Brad Pitt de este mundo. Estas
cosas, me insistían los usuarios habituales, suelen resultar por lo menos divertidas, y por
intentarlo solo iba a perder los diez minutos que decían que se tardaba en hacer los
trámites. Una semana más tarde, que se
me hizo eterna, para qué negarlo, recibí una notificación para una posible
cita.
Los nervios, y la emoción, y la
esperanza, y el miedo, y yo que sé qué más sensaciones, me aconsejaron esa
misma noche que trazara un plan. Sí, algo simple, pero que funcionara. Indagué
en los gustos de una mujer, la que yo ya
imaginaba de mi vida, y descubrí que le gustaban los animales Una foto con un
perro, otra con un loro. Hasta los insectos, vestida de apicultora. Y las
serpientes, al menos las boas, como la que lucía al cuello. Me puse manos, y
pies, y cuerpo, y mente a la obra.
El día llegó por fin, y un
viernes, precisamente el cuatro de octubre, quedamos en una cafetería del centro.
Fue horrible. Desastroso. Un
fracaso descomunal.
De nada sirvió que llevara las
uñas tan negras como el sobaco de un grillo, y tan largas como las de un
buitre, ni que a través de mi camisa
entreabierta pudiera ver el implante (falso) que me puse para parecer un oso. Las barbas de chivo, ineficaces también. Lo
de escupir puede que les funcione a las llamas, a mí, desde luego no. Ni el olor a tigre por lavarme como los gatos
desde el día que sabía que íbamos a vernos, que lejos de atraerla, parecía alejarla tanto como mi forma porcina de sorber la cerveza, o
mis carcajadas de hiena.
En la oficina no saben nada, igual que los
camaleones me adapto al medio, copio las sonrisas de los triunfadores en eso
del ligoteo, sus poses, sus sonrisas.
Y en mi cama, me aovillo como los
armadillo esperando que la soledad tenga memoria de pez y se olvide, al menos
por una noche, de aferrarse a mi cuerpo como una lapa.